Marina se llamó mi abuela. Murió hace dieciséis años. Junto a mi abuelo
recorrieron varios pueblos de la costa de Chiapas. Se dedicaron, entre
otras cosas, a la pesca del camarón. De pequeño pasé muchos días entre esas casas de palma y cielo despejado.
Mi madre me llevaba a pasar las vacaciones escolares con ellos. Ahí prendí a pronunciar, sin titubeos, la palabra atarraya. Siempre me gustaron los colores vivos de las canoas y el sonido que logra el agua cuando avanzan. Nunca entendí por qué los ojos de uno son más pequeños en esos lugares.
Crecí y crecieron también mis ganas de atrapar nostalgias en el tiempo.
Soy fotógrafo. Cada que puedo retorno a las playas en busca de imágenes. Imágenes donde pueda encontrar los pasos de Marina navegando la mañana y del aire que hacía mi abuelo al hamaquearse por las tardes.
¿Será acaso, la fotografía, la imagen viva de lo que ya no está o la imagen muerta de lo que aún existe? Quizá la repuesta se haya borrado de la arena o viaje pegada a la cáscara de un balón pateado por un niño asoleado. Qué importa. Hoy sé por qué me gusta tanto, un chingo, mirar hacia el mar.
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