La mayor parte de mi vida la he pasado en hospitales y por ello, quizá, he perdido el aprecio a los detalles domésticos. Voy poco a casa, principalmente a deshacerme de la basura o jalar el gatillo contra gatos que mueren a la mitad de la sala.
Los hospitales son invisibles mientras nadie descubra que estoy mirando. Sin necesidad de juicios la destrucción es total: desde adentro no existimos si no es por el sonido de los celulares, los desplazamientos de una ambulancia, las pesadillas del enfermo terminal que sincroniza su reloj con el de la morgue.
El blanco, color distintivo y círculo vicioso, crece a tientas por las noches como un enorme calendario donde cada fecha es un destino imprevisto. La soledad conforma una larga descripción de objetos para clasificar, empacar y distribuir en dos tercios de polvo y óxido; en cierta forma hago que los muertos choquen entre sí, no importa si son niños pintarrajeados de leucemia o cáncer, el aleteo de sus almas reprocha por igual la inexactitud de las defunciones.
Los hospitales nunca están a la altura de los héroes, son viles y coexisten por la vileza de otros que se suman para exagerar el tedio de rutinas sencillas como lo son tomar muestras de orines y mierda, inyectar insulina, bañarse sin poder quitar el olor a cloro y sangre en la piel, en las uñas, en los genitales.
Los enfermos, sin embargo, pasan los días como si todo fuese completamente normal, toman con ambas manos a dios, un dios asido a cuerpos que se despedazan, un dios cansado de ser árbitro de los destinos propios y extraños. Un dios, al fin y al cabo.
He conocido gente que me habla de él como si leyeran mi correspondencia, gente que exhala metros de bondad presuntuosa pero que en su concepción no es más que un documento burocrático, palabras de aliento que nunca llegan.
Los hospitales se hunden en el agua pestilente de las ciudades para emerger, días después, en un maravilloso desfile de muertos.
Ojalá encuentres el tuyo. Te deseo suerte.
Luis Daniel Pulido
0 Comentarios