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Metrópoli | Luis Daniel Pulido


Es condición que todo lo que fluye tenga miles de vasos comunicantes: inversiones que se deciden abordando un taxi, crímenes que se documentan en restaurantes, amantes a la sombra de un árbol, periodistas interlocutores de teorías políticas, políticos afectos a las mismas teorías, un mercado en plena plaza, un estadio de futbol como herencia cultural y espejo de pluralidad (porque un gol al alcance de todos es síntesis de verdadera democracia) y escritores, como nosotros, fingiendo cierta humildad.

Una ciudad es un territorio sensible a la hipertensión; es un montón de formas y movimientos. Sus vocales son eufóricas porque lo óptico es social, antropológico, deportivo, caótico, amorfo, gastronómico, sórdido, ruidoso, convencional, oligárquico; donde no podemos precisar con exactitud el final de la calle porque siempre nos queda la sensación de que existen lugares más importantes.

Una ciudad registra sus años en una hemeroteca desordenada a la orilla de la memoria. Generalmente, por descuido, kilómetros de entusiasmo no hacen vereda, se precipitan al piso, y en un acto de juventud renovada, ejercemos el operativo intelectual de reordenar los papeles.

Vemos que una fiesta de quince años tiene mucho de cantina.

Vemos que una boda por lo civil tiene mucho de Lucha Libre.

Vemos que las Iglesias (de todas las religiones) comparten el mismo espectro de ambiciones.

Vemos que los burócratas, cada quincena, actúan como los hombres más poderosos del mundo.

Vemos cómo los artistas son expertos en todas las teorías de conspiración.

Vemos que hay evidencia suficiente en el sobreentendido que, al momento de escribir esto, ya rebasamos el primer cuadro de una ciudad imaginada dentro de otra y cuya geometría sanguínea se altera y se ensucia y empieza a crear otras palabras que pasan como la fría navaja por el cuello. Soy testigo. Lo veo en el espejo.

Luis Daniel Pulido (#Chiapas #México)

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