El Parque Central de Tuxtla, ciudad capital de Chiapas, se divide en dos partes por el pasadizo de doble sentido que es la avenida principal. En el pedazo de parque del lado norte, de espaldas al nacimiento del sol (ya que prefiere dar la bienvenida a quien viene por la carretera del Distrito Federal) está el Palacio de Gobierno, un edificio chaparro, cuadrado y gris, con las paredes de la entrada más gruesas y grises, debido a que constantemente tiene que ser borrado: ¡zapata vive!, MOCRI-CMPA, ¡2 de octubre no se olvida, ¡no al PPP!, ¡puto gobernador!, u otras expresiones con aerosol más o menos verdaderas. También están el Palacio Federal y la oficina de Correos Mexicanos, el asta bandera, la estatua oscura de Miguel Hidalgo y recientemente, al centro -como metáfora-, la escultura a detalle “La libertad”, sobre una plataforma tan alta que no permite apreciarla. Al fondo, en una construcción parecida a un hotel de 3 estrellas, la Presidencia Municipal.
Si uno observa el conjunto se percibe el desorden, como si todo lo hubiesen dejado caer para luego acomodarlo; es confuso hasta en los árboles que varían entre laureles cuadrados, ceibas espinudas, árboles de mango y ¡palmeras!
Pero en el parque la armonía es lo de menos, ya que está destinado para los “pobres”; no sólo para marchas y plantones, sino también para que los fines de semana coman un raspado, vean a sus hijitos correr tras las palomas y caminar siguiendo las piedritas blancas que forman una estrella de ocho picos al pie del asta (divertido, me consta), o permanecer en una banca buscando empleo, o simplemente como excusa para pintarse, ponerse perfume y aprovechar el día libre que les dio la “Señora”. Sabines aunque habla de otro parque lo describe bonito en “Con la flor del domingo”.
El parque en la noche es distinto, se le conoce como “la playa”; los homosexuales han hecho del lugar su centro de encuentros desesperados o de plano su talón de cada día, por eso le dicen “la playa”, porque sólo llegan a “quemarse”.
En el pedazo de parque del lado sur, lo primero es el centro del otro poder en Tuxtla: la Catedral de San Marcos, un aburrido túnel blanco. Lo mejor es que, con las campanadas que marcan cada hora salen de una ventanita los apóstoles a dar la vuelta. En el lado sur, el piso no está tan sucio, hay más arbotantes funcionando; la clase media se pasea, se encuentra, se toma un café, ya que a espaldas de la catedral está la Plaza San Marcos, con sus cafeterías, restaurantes y, hasta hace poco un cine pequeño de dos salas; también el edificio de Planeación y Finanzas.
Ya sin parque, pero del lado sur: el Congreso. El centro de Tuxtla no es distinto al de otras ciudades, contiene el poder para sí mismo; eso es bueno principalmente para los periodistas, ya que basta que vean un montoncito de colegas afuera de cualquiera de los edificios para correr hacía ellos y conseguir una entrevista.
Cimientos de sospechosa resistencia
Tuxtla es una capital de inmigrantes. La mayoría provenimos de una generación que salió de sus pueblos sin más que su fuerza de trabajo. Por lo tanto en la casa se nos enseña que no hay mucho espacio para la “experimentación”, para “perder el tiempo”, somos una especie de generación-base que tiene que lograr cierta estabilidad económica, cierto estatus, no para nuestros hijos sino para que nuestros nietos tengan la posibilidad de ser grandes empresarios, artistas, funcionarios públicos, intelectuales o lo que quieran.La escuela -causa y efecto de las migraciones- es un recurso aprovechado más o menos por los habitantes, aunque en realidad no se le puede aprovechar mucho. Los problemas son recurrentes: desatinado Programa Educativo, magisterio sin vocación, dinero antes que todo.
Otra base de nuestra formación es la calle. Ahí se puede tomar lo que nos dijeron en casa o en la escuela, o lo que les dijeron a otros en esos mismos lugares o en otras calles; aparentemente es un espacio de libertad, pero no: actuamos por inercia.
La inercia cultural nos lleva hacia el mundo moderno, y es tan fuerte que a pesar de las carencias en infraestructura y tecnología se niega lo evidente: nuestra condición humana silvestre, de pueblo. Se niega la ronda a los parques con la ronda en las plazas comerciales, el baile bajo lonas con el “antro”, y las canchas de básquet o fut llanero con el estadio. El problema no es tanto la definición de citadino o pueblerino, ya que en el fondo es lo mismo, la inercia nos arrastra hacia el sueño de Primer Mundo; sólo que los pueblerinos apenas iniciamos. Cuando en verdad seamos citadinos: robaremos, secuestraremos, mataremos.
También se niegan las cantinas con esos bares donde suenan en vivo los covers de siempre y algunos de moda. Para no entrar en detalles, en las profundidades de la música, los bares ofrecen un Curso Básico de Música Comercial que sirven tanto para socializar como para tomar cervezas sin el agobiante silencio.
En el último año de secundaria, con mis camaradas asistimos al Curso, bebíamos y fumábamos al ritmo de “Maldito duende”, “La célula que explota”, “Música ligera”. Después de 6 meses concluimos que el Curso fue aparentemente desaprovechado: odiamos seriamente esas reproducciones, un poco al sentir cómo cualquier himno personal era desgastado a muerte, y otro poco por empalago.
Mi situación y la de mis camaradas, por supuesto, correspondió a la inercia imperante: estaba de moda no estar a la moda. Poco a poco esa moda se hizo más específica, se le llamó Contracultura, surgieron skatos, rolers, regeceros, darketos; pero nosotros habíamos encontrado nuestro lugar en las cafeterías más recónditas o en alguna banqueta, reproduciendo esquemas poco menos conocidos (por nosotros). Luego decidimos hacer lo que hacíamos –o sea nada- en la casa de cualquiera de nosotros, y así seguimos, como dice aquel blues del Real de Catorce: fumando y riéndonos. Aunque la idea (carga ancestral) de reconocernos como esa generación que debe acumular capital para que nuestros hipotéticos nietos puedan ser millonarios continúa, y la posibilidad de mandar al demonio todo eso, también.
Martín Vargas
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