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Narrativa tojolabal | María Cruz La Chica




Los tojolabales son uno de los grupos mayas que enriquecen la diversidad cultural del Estado de Chiapas y lo convierten en uno de los más interesantes de la región Mesoamericana. Su raíz maya los une con otros grupos indígenas, como los tzeltales o tzotziles, y los hermana con sus vecinos los chujes, del país vecino. Los tojolabales viven en comunidades de las cañadas, de la selva y de los llanos; cultivan su tierra y saben todo acerca de cómo sobrevivir sólo con ella. Hoy en día casi todos tienen tele, móvil y conocen el himno nacional y, aunque su aislamiento fue grande hasta 1970, hoy son pocos los que no entienden el castellano.

Su riqueza cultural ha hecho que muchos antropólogos, lingüistas e historiadores de todo el mundo se hayan decidido a adentrarse en sus comunidades con el único afán de ser testigos de tan valiosa biblioteca viviente. Los tojolabales, junto con otros indígenas, son testigos directos del mundo prehispánico, herederos legítimos de las culturas precolombinas que hoy sustentan parte del discurso sobre la identidad nacional y, además, son sorprendentes ejemplos de una forma de vida alternativa y en contacto con la naturaleza que muchas personas están buscando en comunidades ecológicas de países de todo el mundo, especialmente europeo.                     

Los tojolabales tienen mucho que enseñarnos. Tienen una gran memoria. Ellos todavía recuerdan algunos episodios ocurridos en la tierra antes de la existencia de los hombres. Uno de los más importantes fue el que ocurrió con la Madre Luna y sus dos hijos cuando éstos se fueron por miel. Uno de ellos se subió al árbol y prometió tirar al otro pedacitos de panal, pero no lo hizo, sino que se comió toda la miel y fue pura cera lo que le tiraba. Todos los deshechos. Entonces, el hermano que se quedó abajo, apiló la cera que el otro le tiraba hasta que éste cayó de bruces al suelo. Entonces regresó solo con la Madre Luna y ésta le preguntó por su otro hijo que ya nunca regresó.

Los tojolabales, guardan también en su memoria lo ocurrido con los primeros hombres. Resultó que Dios se equivocó al principio, no le gustó su creación y decidió destruirla. Entonces mandó un montón de ceniza al mundo y todo lo llenó de lava. Caía el fuego desde el cielo. Los hombres que había creado se intentaron escapar resguardándose en cuevas. Pero como los tojolabales saben, las cuevas con la entrada al mundo de la oscuridad, donde reina el Diablo y donde todo puede pasar. Aquella vez el Diablo les permitió vivir pero salieron convertidos en animales. Cuando el diluvio de ceniza hubo terminado los hombres que se habían escondido en cuevas salieron convertidos en aquellos animales que hoy tienen cinco dedos en sus cuatro patitas: los armadillos, los monos…


Además algunos tojolabales cuentan que han tenido noticia del mismo Diablo.  Pukuj, sin embargo, el Diablo tojolabal, a veces es bueno. Él se encarga de resguardar el monte y la naturaleza, por ello, cuando los cazadores se adentran en ella sin permiso y sin medida él puede darles un buen susto o un gran escarmiento. Otras veces, es el encargado de castigar a los hombres y mujeres que se han portado mal en esta vida y los lleva a trabajar con él al mundo de la oscuridad como antes trabajaban los tojolabales en las fincas del baldío. Allí abajo –un mundo parecido al nuestro en algunas cosas- se recoge leña (pero ésta son huesos), se comen frijoles (pero son garrapatas), se bebe posol (pero es pus de animales) y también hay galletas (hechas de caca de vaca). Cuando uno va allí, según aseguran los más entendidos, puede quedar para siempre trabajando de balde, pero si su pecado no es mucho tiene una oportunidad: orinándose en los huaraches cada día, éstos se corroen y así, cuando ya se los acaba, uno puede volver de nuevo al mundo.

Estas son algunas de las bellísimas narraciones que las mujeres y los hombres tojolabales conocen y cuentan a sus hijos y una pequeñísima parte de su enorme y compleja expresión artística y cultural. Los que hemos tenido oportunidad de convivir con ellos, siempre queremos regresar. Nos abren sus puertas, reciben lo que llevemos, nos ofrecen su comida y pasamos el rato juntos frente al fuego platicando sobre lo diferentes que son nuestros mundos. Los niños tienen las sonrisas más transparentes que pueden verse en la tierra. Los paisajes han logrado impregnar sus rostros de vida. Y siempre nos sorprenden con su larga memoria: por eso, siempre que te abren las puertas, te piden que tú tampoco los olvides, siempre te piden que vuelvas.

María Cruz La Chica






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